En la soledad cruel su pasión arde con mayor vigor y su corazón le habla aún más
vivamente de Onieguin. Ella no le verá más; tiene que odiar en él al asesino de su
hermano. El poeta murió; pero ya nadie se acuerda de él; su novia se entregó a otro.
El recuerdo del poeta pasó como el humo por el cielo azul. Tal vez sólo dos
corazones se afligen todavía por él. Mas ¿para qué entristecerse?
Anochecía; el cielo se oscurecía, las aguas corrían lentamente, zumbaban los
escarabajos y se separaban los jorovods. Por el otro lado del río ya ardían las
hogueras de los pescadores. En el campo puro, bajo la luz plateada de la luna, Tatiana
andaba sola durante mucho tiempo, sumida en sueños; andaba, andaba…, y de
repente, desde la colina, divisó ante sí la casa señorial, la aldea, el bosquecillo que se
extiende a sus pies y el jardín al borde del límpido río. Mira, y su corazón se pone a
latir más precipitadamente. La duda la atormenta; piensa: «¿Continuaré adelante o
volveré hacia atrás? Él no está aquí, a mí no me conocen. ¡Iré a visitar esta casa y este
jardín!». Tatiana desciende de la colina, respirando apenas; echa una mirada llena de
sorpresa alrededor y entra en el patio desierto. Los perros se echan encima de ella
ladrando; a su grito asustado acuden ruidosamente unos chiquillos que, n sin golpes,
logran ahuyentar a los canes, tomando bajo protección a la señorita:
—¿No se podría visitar la casa? —pregunta Tatiana.
Deprisa, los niños corren hacia Anisia para pedirle las llaves de la entrada. Al
instante aparece Anisia, y las puertas se abren ante Tatiana, que entra en la casa
desierta, en donde hace poco vivía nuestro héroe. Contempla en la sala, sobre la
mesa, el taco olvidado, la fusta, en el viejo diván; sigue adelante, mientras la viejecita
le dice:
—Mire la chimenea; aquí solía sentarse el barin. Aquí cenaba con él, en
invierno, nuestro vecino el difunto Lenski. Por favor, sígame; aquí tiene el gabinete
del barin, en donde él dormía, tomaba el café, escuchaba el informe del intendente y
leía por las mañanas. También el barin viejo, poniéndose las gafas, solía jugar
conmigo los domingos a durachki. ¡Dios salve su alma y guarde en paz sus huesos
en la tumba, en el seno de la tierra húmeda!