CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 58

En la soledad cruel su pasión arde con mayor vigor y su corazón le habla aún más

vivamente de Onieguin. Ella no le verá más; tiene que odiar en él al asesino de su

hermano. El poeta murió; pero ya nadie se acuerda de él; su novia se entregó a otro.

El recuerdo del poeta pasó como el humo por el cielo azul. Tal vez sólo dos

corazones se afligen todavía por él. Mas ¿para qué entristecerse?

Anochecía; el cielo se oscurecía, las aguas corrían lentamente, zumbaban los

escarabajos y se separaban los jorovods. Por el otro lado del río ya ardían las

hogueras de los pescadores. En el campo puro, bajo la luz plateada de la luna, Tatiana

andaba sola durante mucho tiempo, sumida en sueños; andaba, andaba…, y de

repente, desde la colina, divisó ante sí la casa señorial, la aldea, el bosquecillo que se

extiende a sus pies y el jardín al borde del límpido río. Mira, y su corazón se pone a

latir más precipitadamente. La duda la atormenta; piensa: «¿Continuaré adelante o

volveré hacia atrás? Él no está aquí, a mí no me conocen. ¡Iré a visitar esta casa y este

jardín!». Tatiana desciende de la colina, respirando apenas; echa una mirada llena de

sorpresa alrededor y entra en el patio desierto. Los perros se echan encima de ella

ladrando; a su grito asustado acuden ruidosamente unos chiquillos que, n sin golpes,

logran ahuyentar a los canes, tomando bajo protección a la señorita:

—¿No se podría visitar la casa? —pregunta Tatiana.

Deprisa, los niños corren hacia Anisia para pedirle las llaves de la entrada. Al

instante aparece Anisia, y las puertas se abren ante Tatiana, que entra en la casa

desierta, en donde hace poco vivía nuestro héroe. Contempla en la sala, sobre la

mesa, el taco olvidado, la fusta, en el viejo diván; sigue adelante, mientras la viejecita

le dice:

—Mire la chimenea; aquí solía sentarse el barin. Aquí cenaba con él, en

invierno, nuestro vecino el difunto Lenski. Por favor, sígame; aquí tiene el gabinete

del barin, en donde él dormía, tomaba el café, escuchaba el informe del intendente y

leía por las mañanas. También el barin viejo, poniéndose las gafas, solía jugar

conmigo los domingos a durachki. ¡Dios salve su alma y guarde en paz sus huesos

en la tumba, en el seno de la tierra húmeda!