CAPÍTULO VII
Moscú, hija predilecta de Rusia,
¿dónde hallar otra igual a ti?
(Dimitriev).
¿Cómo es posible no amar a la
querida Moscú?
(Baratinski).
¿Persiguen a Moscú? ¡He aquí
lo que significa haber visto el mundo!
¿En dónde se está mejor? En
donde no estamos.
(Griboiedov).
Ya las nieves, perseguidas por los eternos rayos, se derriten formando turbios
arroyos en los prados inundados. Con límpida sonrisa, la Naturaleza, a través de su
sueño, recibe a la maña del año; los cielos resplandecen de aun azul más intenso. Los
bosques están todavía desnudos; sin embargo, parece que empiezan a cubrirse de
pelusilla verde. La abeja sale de la celda de cera en busca del don de los campos. Las
valles se secan y se cubren de un florido tapiz. Los rebaños se agitan, y el ruiseñor ya
ha cantado en las noches silenciosas.
¡Qué triste es para mí tu aparición, primavera, época del amor! ¡Qué inquietud
inexplicable se apodera de mi alma y de mi sangre! ¡Con qué triste enternecimiento
gozaba yo del soplo de la primavera en el seno de la rústica tranquilidad! ¿Me son
extraños el goce y todo lo que anima, lo que alegra, lo que da júbilo? Lo que
resplandece, ¿causa aburrimiento y fatiga en mi alma, muerta desde tiempo? ¿Todo le
parece oscuro?
Al no escuchar el nuevo sonido de los bosques y al no alegrarnos del retorno de
las hojas perecidas en otoño, ¿nos acordamos de la amarga despedida? ¿O tal vez
asociamos el despertar de la Naturaleza a nuestros años marchitos, que no pueden
renacer? A lo mejor nos viene a la memoria, en poético sueño, otra primavera pasada
que hace palpitar nuestro corazón con el recuerdo de un país lejano, de una noche
hermosa, de una luna…