CulturaLado B

Eugenio Oneguin, por Aleksandr Pushkin 55

CAPÍTULO VII

Moscú, hija predilecta de Rusia,

¿dónde hallar otra igual a ti?

(Dimitriev).

¿Cómo es posible no amar a la

querida Moscú?

(Baratinski).

¿Persiguen a Moscú? ¡He aquí

lo que significa haber visto el mundo!

¿En dónde se está mejor? En

donde no estamos.

(Griboiedov).

Ya las nieves, perseguidas por los eternos rayos, se derriten formando turbios

arroyos en los prados inundados. Con límpida sonrisa, la Naturaleza, a través de su

sueño, recibe a la maña del año; los cielos resplandecen de aun azul más intenso. Los

bosques están todavía desnudos; sin embargo, parece que empiezan a cubrirse de

pelusilla verde. La abeja sale de la celda de cera en busca del don de los campos. Las

valles se secan y se cubren de un florido tapiz. Los rebaños se agitan, y el ruiseñor ya

ha cantado en las noches silenciosas.

¡Qué triste es para mí tu aparición, primavera, época del amor! ¡Qué inquietud

inexplicable se apodera de mi alma y de mi sangre! ¡Con qué triste enternecimiento

gozaba yo del soplo de la primavera en el seno de la rústica tranquilidad! ¿Me son

extraños el goce y todo lo que anima, lo que alegra, lo que da júbilo? Lo que

resplandece, ¿causa aburrimiento y fatiga en mi alma, muerta desde tiempo? ¿Todo le

parece oscuro?

Al no escuchar el nuevo sonido de los bosques y al no alegrarnos del retorno de

las hojas perecidas en otoño, ¿nos acordamos de la amarga despedida? ¿O tal vez

asociamos el despertar de la Naturaleza a nuestros años marchitos, que no pueden

renacer? A lo mejor nos viene a la memoria, en poético sueño, otra primavera pasada

que hace palpitar nuestro corazón con el recuerdo de un país lejano, de una noche

hermosa, de una luna…